«Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado. Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios» (Salmo 51:17)

Maravilloso salmo es este: no hay otro que exprese mejor la experiencia interior del hombre arrepentido, que es guiado a los pies de Cristo. Primero, se apoya en la misericordia de Dios (v. 1) y reconoce abiertamente su pecado (v. 3). Reconoce que ha pecado contra Dios (v. 4) y ruega porque su corazón sea purificado (v. 10), porque desea enseñar a otros sus caminos (v. 13). Finalmente, pide la apertura de sus labios en alabanza a Dios (v. 15) y ofrece, ya no un cordero inmolado, sino su propio y quebrantado corazón (v. 17). Todo el que conoce a Cristo y ha sido perdonado por él, conoce, por experiencia propia, las tremendas verdades que manan de este salmo.

Es común la creencia, poco acorde a las enseñanzas de Cristo, que el cristiano debiese ser un hombre siempre rebosante de felicidad. Es cierto que, como dice John Stott, hay una conexión evidente entre santidad y felicidad; sin embargo, el quebrantamiento y la tristeza que produce arrepentimiento son agradables a Dios, y nos ayudan a crecer (2 Co 7:10). Además, Cristo predijo que sus verdaderos siervos sufrirían constantemente en este mundo, pero que cuando eso sucediere, confiasen en él para hallar consuelo (Jn 16:33).

La palabra corazón ocupa un lugar muy importante dentro del Antiguo Testamento, y en este salmo también. Se refiere a «el interior» del creyente. Por ello, el salmo, hace constantes alusiones a la experiencia íntima o interior. Así como Apocalipsis 3:15-16 establece que existen tres «tipos» de personas, podemos decir que hay tres tipos de corazones.

El corazón frío

La ley de Dios, sus maravillas y sus misericordias, no tienen ningún efecto en el corazón frío. Aunque escuche la palabra, está siempre impasible, impenetrable. Es frío y duro como una piedra. «Oídme, duros de corazón, que estáis lejos de la justicia» dice Isaías (46:12); «Endurecieron sus rostros más que la piedra, no quisieron tornarse» grita Jeremías (5:3);  ¡y así muchos!

¿Que hace a este corazón tan duro? ¿Por qué tal dureza y frialdad? Primero, porque es un corazón cubierto por un gran velo. Es ciego, porque el velo le impide ver. No cree en la biblia, ni en la ley de Dios, ni en el justo juicio de Dios. No es capaz de ver esas cosas. Segundo, porque Satanás es dueño de ese corazón, y allí donde es arrojada la semilla, al instante es pisoteada y hollada. Tercero, porque es frío como el cadáver de un muerto. Los muertos no sienten, no oyen; carecen de vida. Cuarto, porque reposa en falsa seguridad y ello le hace ser despreocupado. Reposa sobre el falso refugio de la limosna, la filantropía y toda clase de obras que sin Cristo resultan estériles.

Pidan, amigos, que Dios los libre de la maldición de un corazón no quebrantado, no contrito, no humillado. Primero, porque la falsa seguridad sobre la que reposan no tardará en flaquear; y segundo, porque es ahora cuando existe esperanza de perdón. El Dios justo sólo cubre el pecado con la misericordia que se obtiene del verdadero arrepentimiento. El hará como dijo que haría: misericordia al arrepentido, juicio al soberbio.

El corazón tibio

Este es un corazón ciertamente herido, pero no quebrantado, no rasgado por la gracia de Dios. Sus heridas son múltiples.

La primera herida es la que produce la ley. Cuando Dios acerca un alma para sí, la lleva a preocuparse por su pecado. Así, Pablo nos dice que «yo sin ley andaba algún tiempo, mas venido el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí«.

La majestad de Dios produce la segunda herida. El pecador recibe la carga de su pecado porque siente la grandeza y santidad de Aquel contra el cual ha pecado. «Contra ti, contra ti solo he pecado» (Sal 51:4).

La tercera herida proviene de su propia incapacidad para mejorarse. Aquí el corazón tibio y herido se levanta contra Dios. Se levanta a causa de lo estricto de la ley diciendo «¡oh, si no fuese tan exigente!». Se levanta porque la fe que produce salvación le parece inalcanzable por ser un don de Dios. Lucha por merecer su salvación, gimiendo «¡Quisiera merecerme la salvación y ganármela!». A más remordimiento, más se esfuerza en vano por alcanzar a Dios con sus sacrificios. Se llena de obras, se esfuerza en hacer el bien, sin alcanzar consuelo alguno. Si en este estado, tan miserable, persevera, terminará engañándose a si mismo de una manera terrible. Pero es también en este estado dónde puede humillarse, quebrantarse…

Debemos reconocerlo. Muy distinto es un corazón despertado que uno salvado. Examínense a ustedes mismos.

El corazón ardiente

Este corazón ha sido quebrantado. No aguantó más su bajeza. Reconoció su miserable estado y clamó a Dios por misericordia. Ya no piensa en esforzarse por alcanzar su salvación: se dio cuenta que solo no puede hacerlo. El Espíritu Santo lo llevó a los pies de Cristo, que lo hizo todo por el, desprendiéndolo de su propia justicia, de su ego, de sus propias opiniones. Su yo se derrama como el líquido en un frasco roto.

La obra de Cristo se le muestra tan clara, tan perfecta. Le sorprende su claridad y coherencia. Puede ver en la obra de la cruz la perfecta justicia de Dios. Pueden ver el inmenso resplandor de la gracia inmerecida de Dios. ¡La gloriosa gratuidad de su perdón, ofrecida al pecador que quiera cogerla! Es increíble que yo, que mucho tiempo fui iracundo, que luché contra Dios, que pequé contra el, que fui soberbio, menospreciador, negligente y que levanté entre él y yo inmensas murallas infranqueables, haya sido visto por él. Y él, ¿que hizo? ¡Paso por encima de todo eso, porque me amaba desde la fundación del mundo, para venir a recogerme y levantarme! «Para que te acuerdes y te avergüences, y nunca más abras la boca a causa de tu vergüenza, cuando me aplacare para contigo de todo lo que hiciste» (Ez 16:63).

¿Tienes tu este corazón quebrantado y contrito ante la visión de la cruz? ¿Entiendes realmente estas palabras y lo que significan, o sólo es un mensaje sin sentido para ti? No será una mirada a tu propio corazón lo que quebrantará al tuyo, ni tampoco una mirada al corazón del infierno, sino una mirada al corazón de Cristo. ¡Pide! Pide a Dios y clama a él por este corazón quebrantado, donde el orgullo y la jactancia están excluidos; donde abunda la ternura y la mansedumbre, la humildad y la paciencia, la sensibilidad y el amor. Donde no importa ya el yo, donde la vida pasa a ser propiedad de Dios, porque comprada fue por gran precio. Así clama el corazón quebrantado: «Oh Dios, que pueda ser menos como soy yo y más como eres tu, cada día»

«Entonces recordarás tus caminos y todas las cosas en que habías vivido impíamente y te aborrecerás a ti mismo.»

 

 

Además, os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. (Ez 36:26)